Corría el mes de mayo de 1912. Catalina Bárcena aún no había cumplido 24 años cuando un redactor de El Liberal reseñaba una curiosa premonición: después de ver la actuación de la joven actriz en el papel de Mariana en El pobrecito Juan, de Gregorio Martínez Sierra, cuando dejaba volar su imaginación, le había parecido ver a Catalina
[…] guiando potente automóvil, que camina en marcha vertiginosa, devorando el espacio y el tiempo, hacia ese misterioso templo de la Gloria, que los poetas nos cantan en sus versos, y al que llegan pocos por falta de gasolina o porque se estrellan en el camino.
Digo que me ha parecido ver a la Bárcena dirigir la máquina con mano segura, con cabeza firme, adueñada de la situación y como el que va a un sitio donde se le espera. ¿Llegará? Qué duda cabe. (L., «Lara. Beneficio de la Bárcena», El Liberal, Madrid, 2-V-1912, p. 4)
¿Qué cualidades había visto “L.” en Catalina Bárcena para prever tan exitosa carrera? Por aquella época, la actriz principiante se perfilaba más como dama joven ingenua que como estrella rutilante enfilada hacia «el misterioso templo de la Gloria». El propio redactor, aunque le auguraba ese triunfo, todavía sugería dos opciones opuestas que la podrían hacer fracasar: la «falta de gasolina» o que se estrellara «en el camino».
A finales de diciembre del mismo año, el cronista Adelardo Fernández Arias, El Duende de la Colegiata, quiso también retratar a Catalina para sus lectores y la buscó en su camerino, donde solo encontró «un reflejo claro de juventud, alegría, vida», mientras la joven actriz escapaba tímida y presurosa:
La Bárcenas [sic] dice que tiene miedo de hablar conmigo; huye al escenario; vuelve al cuarto; yo procuro encomiarla en los pasillos, en la escalera, en escena, en su cuarto. ¡Y cuando la convenzo de que ella no tiene por qué temer nada de mí, habla y ríe! (El Duende de la Colegiata, «“El Duende” entre artistas. ¡Los de Lara!…», Heraldo de Madrid, 4-XI-1912, p. 2)
Después de esa persecución apenas consiguió que ella le relatara cómo habían comenzado los amores con su marido, Ricardo Vargas. El Duende seguía acechando a los actores por los pasillos para recoger sus divertidas declaraciones y logró incluir una curiosa novedad al final de su artículo: se había celebrado una Junta el día 27 de octubre de 1912 para resolver cómo invertir los fondos de la Sociedad a fin de mes. Catalina, según apuntaba el acta reseñada por el periodista, intervino graciosamente:
La señora Bárcenas, en un elocuente discurso, manifestó que el dinero podía correr peligro de echarse a perder y que era necesario endulzarse el tragadero, a fin de mes, con buñuelos de viento o porquerías de todos los santos, gastando lo que quedase en licores finos o aguardiente fuerte, según la cantidad.
Casi todas las señoras votaron por los buñuelos, y el Sr. Vargas solicitó dos reales de aguardiente, porque le empalaga el azúcar.
Catalina y Ricardo Vargas se sobresaltaron al oír la lectura de sus intervenciones en boca del periodista y le preguntaron: «Pero, ¿va usted a publicar el acta?». Catalina no podía sufrir que la buena fama de su marido quedase en entredicho, así que declaró precipitadamente que fue ella quien le empujó a celebrar los éxitos bebiendo vino después de las comidas. «Antes de casarse, ¡ni lo probaba!». Sin embargo, no le importó quedar como impulsora de la propuesta de los buñuelos.
Cuatro años más tarde volvía Catalina a las primeras páginas del Heraldo de Madrid, entrevistada por Puck. Esta vez lo que encontró el reportero en su camerino fue a su hijito, de cinco años, que le confesó que detestaba que llamasen «doña» a su mamá, porque «no es tan mayor para que le digan doña». Cuando llegó Catalina, precedida de una risa «como el repique de una campanillita de oro», despidió al niño con «una lluvia de besos» y atendió la interviú. En primer lugar, explicó su teoría acerca del grito: no era necesario tener unos grandes pulmones para transmitir una sensación trágica en el escenario. Después confesó sus inicios como actriz, un oficio que nunca había imaginado en sus primeros años en Lebeña:
Y ni en sueños se me ocurrió aspirar a un puestecito en una compañía. Entonces estaba yo en Lebeña, un pueblo montañés, pequeñín, pequeñín… Un paraíso. Yo saltaba como una corza, y me subía a los árboles, y hablaba con los pájaros, con las nubes, con los arroyos… Y me asustaba de los truenos, y de la lluvia fuerte y del vendaval… (Puck, «Los secretos de Catalina Bárcena. La ternura, la risa y el llanto», Heraldo de Madrid, 20-XI-1916, pp. 1-2)
Catalina explicó su receloso paso desde aquel paraíso infantil hasta el encuentro con María Guerrero y sus apuros en la prueba inicial para entrar en la compañía: «¡Lo que yo sentí, Madre Santísima de Dios! La muchachita de Lebeña recitando en el primer escenario de España y ante el público más inteligente de Madrid…». Pero, a pesar de sus temores, triunfó y obtuvo el papel de dama joven, aunque sus compañeras opinaban «que era una pava, una sosaina, una simple» y que «el público acabaría por retirarme con un pateo». No obstante, la actriz confesó al periodista su propio método para representar con naturalidad las emociones, la risa y el llanto, y su forma de conmoverse de verdad ante el texto representado. Tal era su miedo a no saber realizar su trabajo, que sufría un intenso pavor desde que Martínez Sierra la iba a contratar para Navidad: ¿sería capaz de representar a la Virgen?
Los dilemas de Catalina, su timidez y sus incertidumbres no parecían por entonces un buen bagaje para ascender hasta el cielo de la fama, máxime cuando se encontraba a sí misma «la criatura más sencilla del mundo» y, frente a aquellos que ensalzaban su belleza, ella declaraba encontrarse «feíta, pero simpática». En el «Autorretrato» elaborado para El Imparcial cifra su principal virtud en la voluntad y en la laboriosidad:
Sin duda, me desconozco, porque tengo una idea de mí misma muy distinta a la que de mí tiene la mayoría de la gente. Se me tiene por complicada, y yo creo que soy la criatura más sencilla del mundo. Algunos dicen que soy vanidosa, y no recuerdo haberme admirado nunca. Todas las cualidades que se me reconocen como artista son dones que he recibido de la naturaleza; por ejemplo, mi voz, que es, sin duda, lo que más agrada al público, me la encontré al nacer, y la conservo gracias a Tabuyo, que me ha enseñado a emitirla, y al doctor Tapia, que me cuida la garganta. La voluntad y la laboriosidad, que son mi fuerza, las tengo porque el cuerpo me permite tenerlas. Como artista, mi ideal es la naturalidad expresiva y la diversidad; mi preocupación constante es poner de acuerdo la voz, el gesto y el ademán. Como mujer, me encuentro feíta, pero simpática. He preguntado a mi hijo qué es lo que más le gusta de mi persona, y me ha dicho que el pelo; y lo que menos, la nariz. Estoy del todo satisfecha con mi suerte. No me gustaría haber nacido en ninguna época pasada; si acaso, en alguna venidera.
Mi oficio me parecería el mejor que existe si pudiera trabajar al aire libre. («Autorretratos. Catalina Bárcena. Primera actriz de la compañía del teatro Eslava», El Imparcial, 25-XI-1920, p. 2)
Años más tarde, a pesar de los éxitos, Catalina seguía viviendo su oficio de actriz con cierto desasosiego, como en los primeros tiempos, y no le importaba confesar su persistente temor ante el público. Sin embargo, había ideado algunos métodos para escapar de la funesta influencia del estrés. Uno de los más originales consistía en que, frente a las excentricidades de otros actores que se desplazaban acompañados por sus mascotas (perros, gatos o conejos), ella prefería viajar con una tortuga, costumbre que en realidad tenía una naturaleza terapéutica:
Y me es muy útil. ¿Saben para qué? Pues para tranquilizarme. Yo soy muy nerviosa y, sobre todo, mi labor teatral me agita muchísimo. El día que me presento en una ciudad ni como, ni duermo, casi creo que ni existo. Camino de un lado a otro, sin saber por qué. Entonces, cuando ya he caminado mucho, cuando me he agitado bastante, miro la tortuga, y al verla tan plácida, tan tranquila, me tranquilizo yo también. En lugar de viajar con un frasco de bromuro, viajo con una tortuga. («Un reportaje de La Nación de Buenos Aires. El Teatro, la tortuga, los viajes y las ideas de Catalina Bárcena», La Prensa [Santa Cruz de Tenerife], 4-XII-1928, p. 6)
En el mismo reportaje Catalina también declaraba otro procedimiento eficaz para no sucumbir a las trampas de la fama y para poder combinar la austeridad de su carácter con el obligado pacto con la popularidad. El propio periodista registraba esta fórmula, cifrada en la estricta división de su personalidad dentro y fuera de las tablas:
En las tablas Catalina Bárcena es una actriz animada, risueña, movediza, intencionada, juvenil. Fuera de la escena, Catalina Bárcena es una mujer seria, inteligente, reposada, que habla pausadamente, piensa lo que va a decir, observa con penetración y juzga las cosas con criterio y con sagacidad. Además, la separación entre la mujer y la actriz es su constante aspiración, y para señalarla, por si a alguno se le ha escapado, frecuentemente dice:
«Bajado el telón, se acabó la farsa. En la vida yo no quiero ser la actriz que divierte o emociona o despierta la curiosidad del público. Quiero ser una persona como cualquier otra, que es actriz lo mismo que podía ser pianista, pintora o dueña de casa. Una simple particular que vive un poco apartada, mira el mundo un poco de lejos y se desenvuelve en el pequeño círculo de sus amistades, sin público, sin expectativa, sin curiosidad a su alrededor».
Sin embargo, como actriz, Catalina era capaz de olvidarse de sí misma y se sumergía en el personaje que representaba abarcando todas sus circunstancias. Para ello aspiraba a comprender al público y adivinar sus estados de ánimo, con el objetivo de transmitirle no solo el contenido de las palabras, sino también todas las emociones que se esconden en el silencio:
Yo sé perfectamente en cada escena lo que gusto, lo que intereso, cuándo el público vibra y cuándo el público espera. Podría, en cualquier momento, definir exactamente la calidad de sus impresiones. Sé cuándo el silencio es de indiferencia, de expectativa o de emoción contenida. Sé también calcular la medida en que llego hasta él. Sé el efecto de una frase, de una palabra, de un silencio y hasta de un ademán. En mi afán de grabarme cada vez más hondo en la máxima sencillez de medios, trato de darle al gesto la fuerza de la palabra para hacerle llegar en silencio, no solamente una idea, sino varias ideas al mismo tiempo, para que, sin decírselos, vea los pensamientos que van pasando por la imaginación del personaje. («Un reportaje de La Nación de Buenos Aires. El Teatro, la tortuga, los viajes y las ideas de Catalina Bárcena». La Prensa [Santa Cruz de Tenerife], 4-XII-1928, p. 6)
Gregorio Martínez Sierra, director teatral y compañero de la actriz durante estos años, calificaba en la misma entrevista esta técnica como «elocuencia muda», la cual consistía en dotar a un simple gesto de la sensación no solo de una idea, sino de varias ideas encontradas: de la duda, de la resolución o de la decisión entre ellas. En su opinión, en el escenario Catalina había conseguido dar esta multiplicidad de sensaciones apenas «con un ademán, con la expresión, a veces con una mirada».
Por otra parte, tenía que ser muy difícil mantener en estancos separados los distintos avatares de la vida pública y de la privada. El automóvil hacia la gloria, una máquina infatigable capaz de trastocar todos los perfiles de la realidad, había ya partido desde Lebeña y solo necesitaba un poco más de tiempo para llegar a su destino. Tres años después de las declaraciones anteriores, encontramos a Catalina definitivamente instalada en un mundo magnífico y fabuloso, el cielo que no se había atrevido a soñar en sus inicios de dama ingenua: ha llegado a Hollywood para rodar Mamá, la obra de Martínez Sierra y ya se siente definitivamente segura de sí misma y de la perfección de su arte, tan cómoda frente al público como en su fastuosa mansión particular. José López Rubio la entrevistó para ABC («El día de Catalina Bárcena», ABC, 22-XI-1931, pp. 14-16) reseñando su paso desde el teatro, donde ya era una diva reconocidísima, hasta el triunfo en la Meca del cine, tras su llegada a Hollywood. La muchachita ingenua ahora se codea con estrellas famosas, está aprendiendo inglés, se broncea en la playa y, para cumplir con su trabajo, soporta los rigores de los masajistas, las dietas hipocalóricas, el maquillaje, las pruebas de vestuario, la peluquería, los agotadores ensayos y la repetición abrumadora del rodaje de una misma escena… Quizás ya no es una mujer tan sencilla «como cualquier otra».
Con todo, Catalina mantiene los buenos hábitos que manifestó diez años atrás en su autorretrato, cuando confesaba que «la voluntad y la laboriosidad» eran su «fuerza», y también en esta época sigue cultivando su arte en la placidez del hogar, con el objetivo de alcanzar la serenidad y la perfección: «En el jardín de su casa de North Sycamore, tumbada en un diván, se la ve con unos pliegos de papel en la mano, modulando levemente tonos y gestos». Ha de trabajar muchas horas al día, y sin ningún orden; ha de salir de casa a toda prisa y recorrer veinte minutos de automóvil para llegar a tiempo. Una vez en los estudios de la Fox, pregunta, aprende, se tranquiliza hasta que «el fantasma del cine, a primera vista tan invencible, se convierte poco a poco en un trabajo fácil de dominar, en una disciplina a la que acaba por habituarse». Ahora, además, recogiendo quizás los ecos del vaticinio que un periodista columbró al inicio de su carrera, Catalina Bárcena «ha dado su primera lección de conducir automóvil». José López Rubio, que no conoce la anécdota que citamos al comienzo, determina que en esta primera lección «despreció pronto la fácil carretera para quedar, en la montaña, colgada de un milagro de equilibrio».
El protagonismo de Catalina Bárcena y Gregorio Martínez Sierra, tanto en el teatro español como en el nuevo arte del cinematógrafo, queda reflejado en múltiples entrevistas de esta época, que recogen sus declaraciones y popularizan su efigie en distintas fotografías, con Gregorio sobriamente trajeado y Catalina envuelta en suntuosos abrigos de pieles. La revista Crónica, en 1932, va más lejos todavía y en su reportaje muestra a Catalina en ocho fotografías ensayando los distintos movimientos de una tabla de gimnasia. El periodista, Juan G. Olmedilla, relata el éxito conseguido en colaboración con Gregorio en una labor que los ha encumbrado en los escenarios de Madrid y Buenos Aires, Méjico y La Habana, París, Londres y Nueva York, y que ahora se refleja en el arte nuevo del cinema. Catalina, convertida en una estrella y al estilo de una influencer actual, no solo relata su plan de vida en Hollywood, sino que confiesa los secretos de su dieta para conservar la figura y explica la docena de movimientos gimnásticos necesarios cada día para adelgazar manteniendo el tono muscular. Catalina, en su regreso temporal a España antes de reanudar su trabajo en Hollywood, se ha convertido en un modelo de éxito:
Descansando en el porche de su jardín, en el desorden vital de las vísperas de un gran viaje, Catalina Bárcena completa sus confidencias sobre el secreto de la juventud física, que ayuda a conservar joven el espíritu:
–Ahora no estoy en forma. Figúrense: ¡más de ocho meses de régimen típicamente español, de comer arroz y cocido, y apoltronarme! Pero en cuanto vuelva a Hollywood, la dieta, la gimnasia y los «cachetes técnicos» de la profesora sueca. Pequeñita y enérgica, tiene unas manos que parece como si pegase con un hierro. Y nada barato, eso sí: diez dólares por sesión; menos mal que estas palizas tan caras me las da un día si y otro no, y siempre al compás de alguna canción de la gramola o de la radio. No solo «la letra con sangre entra»; también entran con sangre la música y la línea. Yo cuido la mía más que un guardagujas. (Juan G. Olmedilla, «Antes de regresar a Hollywood. Catalina Bárcena explica a los lectores de Crónica su gimnasia y su régimen para conservar la línea», Crónica, 28-V-1932, p. 14)
En esta última imagen, que retrata a una mujer convertida en icono de la juventud y de la moda, ¿hemos reconocido a Catalina? ¿Es la misma que llegó a Madrid desde Lebeña, esa joven a quien le temblaban las piernas cuando leyó su monólogo ante María Guerrero? ¿Cómo ha llegado hasta aquí «la criatura más sencilla del mundo»? La solución nos la presenta la voz de quien mejor la conoce, Gregorio Martínez Sierra. Un anónimo redactor, enviado por la revista Córdoba Gráfica, visita a la pareja en su suntuosa casa y los encuentra jugando al ajedrez:
–Vencerá ella, seguro –dice Martínez Sierra–. Cuando no hago tablas, el mate es rotundo e inevitable. De la observación en el juego de Catalina es donde puede sacarse la más acertada impresión para su semblanza. Muy indecisa al concebir un proyecto, es incansable, obstinada, concienzuda y minuciosa, al realizarlo […] Exactamente lo mismo es Catalina para el rodaje. En el sentido de la minuciosidad, es como un obrero ejemplar. Siempre llega al máximo de sus aptitudes. Y sobre todo es incapaz de dejar por pereza y fiada a la improvisación el más leve detalle de su trabajo; cualquier matiz que luego sorprenda, todo lo somete previamente a la escrupulosa reflexión de su estudio sereno. («De cine. El ajedrez, la reflexión de Catalina Bárcena y las posibilidades de una nueva película española», Córdoba Gráfica, 15-VII-1936, pp. 8-9)
El director de cine Luis Marquina, que presencia el duelo singular entre la pareja, comprueba la madurez de ánimo de la estrella triunfadora en Hollywood y no duda de su eficacia cuando en breve se ponga bajo sus órdenes «para realizar su más grande película española para Cifesa».
